Comenzando octubre, en el marco del Día Mundial de las Personas Mayores, es fundamental reflexionar sobre una dura y perturbadora realidad: envejecer bien es un privilegio, no un derecho garantizado para todos. Aunque organismos internacionales han impulsado la idea de un «envejecimiento exitoso», donde se promueve una vejez activa, saludable y autónoma, esta narrativa olvida la profunda desigualdad que caracteriza la región de Latinoamérica, y en especial Chile. Aquí, esta visión no solo es inalcanzable para la mayoría, sino que también es profundamente injusta y nociva.
En Chile, el sistema de pensiones basado en las AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones) ha sido uno de los pilares que perpetúa la precariedad entre las personas mayores. Este modelo, implementado bajo una lógica neoliberal durante la dictadura, no solo no garantiza un retiro digno, sino que profundiza las desigualdades sociales. Las pensiones, en muchos casos, son tan bajas que obligan a las personas mayores a continuar trabajando o a depender de redes familiares que, muchas veces, no pueden ofrecer el apoyo necesario. Este sistema, lejos de proporcionar seguridad y bienestar, ha convertido el envejecimiento en una experiencia de supervivencia. La vejez no es una etapa de descanso ni de realización, sino una lucha constante por subsistir. Esto refuerza la idea de que solo aquellos con recursos pueden permitirse envejecer «bien», mientras que los demás son condenados a una vida de precariedad y abandono.
En este contexto, hablar de «envejecimiento exitoso» no solo es una ironía cruel, sino que invisibiliza el verdadero problema: un sistema de pensiones que castiga a los más vulnerables y una sociedad que los ve como una carga. La desigualdad estructural no se desvanece al llegar a la tercera edad; más bien, se profundiza. El fracaso del sistema ha fomentado una gerontofobia —el miedo irracional a envejecer— y ha reforzado un viejismo rampante, una discriminación por motivos de edad que deshumaniza a las personas mayores. Son percibidos como una carga para la sociedad, personas improductivas y obsoletas. Este viejismo, que se nutre del fracaso de las políticas públicas, no solo perpetúa el aislamiento social de los mayores, sino que también mina cualquier posibilidad de construir una vejez digna y respetada.
Es urgente un cambio estructural. Chile no puede seguir postergando la reforma de su sistema de pensiones. El Día Mundial de las Personas Mayores debería ser un llamado de atención para erradicar de raíz políticas que perpetúan la desigualdad y la pobreza en la vejez. El sistema actual no solo condena a la precariedad a las personas mayores, sino que además refuerza la narrativa de que aquellos que no logran envejecer “exitosamente” son responsables de su situación. Es una narrativa profundamente injusta, que culpa a los individuos por no haber hecho lo «suficiente» durante su vida laboral, sin tener en cuenta las enormes barreras estructurales que enfrentan.
Debemos dejar de romantizar la idea de un envejecimiento activo y saludable cuando, en realidad, las condiciones estructurales hacen que este ideal sea inalcanzable para la mayoría. No se puede hablar de «envejecimiento activo» cuando las personas deben trabajar hasta sus últimos días porque sus pensiones no cubren lo más básico. No se puede hablar de «envejecimiento saludable» cuando el acceso a la salud pública está saturado y es ineficiente para los sectores más vulnerables.
Chile necesita una política de envejecimiento basada en la justicia social, que reconozca las desigualdades económicas, laborales y sociales que marcan la vida de las personas desde mucho antes de llegar a la vejez. El Estado debe asumir un rol central, no solo en la reforma del sistema de pensiones, sino también en la creación de políticas inclusivas que garanticen una vejez digna. Necesitamos un cambio radical que garantice un envejecimiento digno para todos, no solo para los más privilegiados.
El viejismo y la gerontofobia en Chile son consecuencias directas de un sistema que margina a las personas mayores, que las invisibiliza y las convierte en ciudadanos de segunda clase. Es hora de que el Estado y la sociedad en su conjunto reconozcan que la vejez debe ser vista con respeto, dignidad y apoyo, y no como una carga. Envejecer es un derecho, no un lujo. No olvidemos que la vejez es una etapa de vida que merece protección, justicia y, sobre todo, dignidad.