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Cobre y tipo de cambio: el termómetro invisible de la economía chilena. Por Fred Camus, docente MG Ingeniería en Minas Universidad Central sede Coquimbo

¿Sabías que cuando sube el precio del cobre, el dólar en Chile suele bajar?

Esa relación, tan simple a primera vista, explica buena parte de la historia económica reciente del país. El cobre no solo es nuestro principal producto de exportación: es también el gran regulador silencioso del valor del peso chileno, de la inflación y de la competitividad de otros sectores.

En promedio, más del 50 % de las exportaciones nacionales proviene del cobre, lo que significa que cada dólar que entra o sale por ese metal mueve el equilibrio del mercado cambiario. Cuando los precios internacionales suben por ejemplo, impulsados por la demanda de China, India o la transición energética ingresan más divisas al país. Eso aprecia el peso chileno, es decir, hace que el dólar baje. En cambio, cuando el precio del cobre cae, los flujos se reducen, el dólar sube y el peso se deprecia.

Este mecanismo convierte al cobre en un “termómetro invisible”: mide el pulso de nuestra economía mucho antes de que se publiquen los indicadores oficiales. Si el cobre se dispara, el Banco Central enfrenta un escenario de moneda fuerte, inflación contenida y mejores términos de intercambio. Pero si el cobre cae, el panorama cambia: aumenta la presión sobre los precios internos, encarece las importaciones y puede frenar la inversión.

La historia reciente lo demuestra. En 2021–2022, con precios cercanos a US$ 4,50 la libra, Chile vivió un auge de ingresos fiscales, reservas internacionales récord y estabilidad de precios. Sin embargo, en 2023, cuando el cobre retrocedió temporalmente, el tipo de cambio superó los $900 por dólar, impulsando una inflación importada que golpeó a los hogares. En 2025, el cobre volvió a repuntar a niveles cercanos a US$ 4,9 la libra, pero el dólar no bajó como antes: los mercados globales, la incertidumbre política y la tasa de interés de Estados Unidos también influyen, mostrando que la relación, aunque fuerte, no es automática.

El impacto del cobre sobre la economía chilena va más allá del dólar. Cuando el peso se aprecia por precios altos, los sectores exportadores no mineros como la agricultura, la manufactura o el turismo pierden competitividad externa, pues sus costos internos suben medidos en dólares. Este fenómeno se conoce como “enfermedad holandesa”: un país se vuelve tan dependiente de su recurso estrella que, sin quererlo, encarece a los demás. Por eso, cada ciclo de bonanza cuprífera plantea la misma pregunta: ¿cómo aprovechar los ingresos sin dañar el resto de la economía?

La respuesta está en la política económica. Chile ha aprendido a ahorrar parte de los excedentes mineros en fondos soberanos, para usarlos cuando los precios caen. También en mantener una regla fiscal estructural, que evita gastar todo lo que entra en tiempos de auge. Y, sobre todo, en invertir en diversificación, innovación y capital humano: los únicos “activos” que no dependen del precio del cobre.

En definitiva, el cobre sigue siendo el gran termómetro del tipo de cambio y de nuestra salud económica. Si el metal rojo brilla, el país respira; si se apaga, todos lo sentimos. Pero un Chile moderno no puede depender solo del termómetro: debe construir una economía capaz de mantenerse estable aun cuando cambie el clima del mercado mundial.

 

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