Los periodistas no somos “monedita de oro”, sin embargo, en los últimos días hemos observado una peligrosa tendencia destinada a acorralar el rol esencial de nuestra actividad profesional, que es hacer preguntas incómodas, fiscalizar a la autoridad (de todo tipo), poner en escena las inconsistencias operativas y discursivas de quienes ejercen liderazgos concretos en múltiples sectores de la sociedad, y demostrar con hechos y datos la evidencia de nuestras aseveraciones.
En el periodismo no funciona la “opinología”, el “tincómetro”, el “yocreómetro” o el “megustómetro” (disculpe la invención de los tres últimos términos), sin embargo, estas formas espurias y facilistas de insertarse en la realidad, en la agenda diaria y en la opinión pública, han ido conquistando peligrosamente territorios en medio de un ambiente cargado a la polarización, la agresividad, la descalificación, el descrédito y la falta de modales.
Y nuestra profesión no se ha salvado, lo que era lógico y esperable. Ahí vamos.
Incidentes como los vividos por Constanza Santa María con Johannes Kaiser cortando el teléfono en Radio Pauta, Andrea Arístegui con Rodolfo Carter en Chilevisión, Pamela Jiles “ninguneando” a la prensa acreditada en el Congreso, Franco Parisi con todos los medios, periodistas y encuestas que no lo consideraron como candidato competitivo en la primera vuelta presidencial, Marco Enríquez Ominami con Iván Valenzuela en los debates, y la diputada Camila Flores contra Rafael Cavada a través del Consejo Nacional de Televisión, dejan en evidencia una peligrosa deriva de los actores políticos, donde lo que se busca no es responder interpelaciones válidas, sino que desacreditar a quienes hacen las consultas porque simplemente no les agrada lo que les preguntan.
Damas y caballeros, esa es la naturaleza fundamental del periodismo. Lo demás son relaciones públicas.
Podríamos buscar múltiples razones para tratar de entender esta actitud, ante lo cual me atrevo a plantear algunas hipótesis.
La primera es el desconocimiento real y profundo de la actividad, amparado en espacios “a la medida”, donde los juicios, prejuicios, opiniones y argumentaciones no encuentran contrapeso y son aplaudidos o repelidos como parte de un circo mediático en donde lo real poco importa, quedando lo relevante en las frases llamativas, los emplazamientos destemplados, las descalificaciones prejuiciosas y el ruido permanente que bloquea cualquier opción de diálogo. Barro espeso donde varios son especialistas por la baja exigencia de responsabilidad en las argumentaciones.
La segunda es la forma que tienen muchos políticos al momento de relacionarse con sus audiencias, a través de mensajes en redes sociales que refuerzan lo descrito en la hipótesis anterior, donde no existe el contrapeso, donde quien cuestiona o critica es bloqueado, escrachado, funado y en donde los “me gusta” deben ser la norma, al igual que compartirlos de manera irreflexiva e incuestionable, alimentando el algoritmo, que ya sabemos, se alimenta de la polarización, la descalificación y la ausencia de diálogo.
Y la tercera es una combinación de las anteriores, donde el objetivo fundamental es el descrédito de los medios y el periodismo, con el fin de continuar con las instituciones, y finalmente con la democracia. Las consecuencias de esto último no es necesario detallarlas, especialmente en una sociedad donde las cifras muestran que el aprecio por los valores democráticos ha ido en retroceso.
Por eso es necesario levantar esta voz de alerta, en particular en nuestro país, donde el acceso a la información y a la desinformación es técnicamente igualitario. Si, peligrosamente igualitario.
Ya hemos visto en otros países como el insulto a los periodistas se ha hecho habitual, al igual que teñir de “zurdos, fachos o vendidos” a los profesionales de la prensa que hacen tambalear a quienes abrazaron la carrera política.
Sin embargo y como tercio final de este ejercicio de opinión, necesito plantear tres hipótesis finales que aparecen como respuesta a este escenario.
El primero es la desaparición paulatina de los políticos desde los espacios de análisis político. Las cifras demuestran que los paneles de analistas, expertos en política contingente, marketing político, y encuestas (acierten o no), superan largamente a aquellos compuestos por parlamentarios, integrantes de partidos, dirigentes, voceros, etc. El streaming ha sido clave para diversificar la oferta analítica y expositiva, con cada vez más espacios donde “hablar de ellos” se ha hecho más interesante que “escucharlos a ellos”. Los podcast la llevan, así de simple.
El segundo es consecuencia del anterior y tiene que ver con la reducción de espacios en medios masivos y la disminución del impacto que éstos generan en la opinión pública. La entrevista del fin de semana en algún diario, la carta al director de algún líder de partido, o el foro panel donde todos terminan peleando entre todos, más parece comunicación “de nicho” que comunicación masiva. Y lo peor es que aún no se dan cuenta y creen que el mundo gira en torno a sus palabras.
Y lo tercero es fundamental: las acciones agresivas contra la prensa no se detendrán. Todo lo contrario, se incrementarán, se agudizarán y no descarto que -tal como sucedió en los años 90- se termine recurriendo a organismos del Estado para intentar silenciar voces poco “amables” ante los políticos de moda (utilizo el concepto como símil de pasajero, de gusto cambiante y colectivo).
Serán tiempos duros, serán buenos tiempos, porque cada vez que eso suceda, quedará en evidencia que estamos haciendo bien la pega.
PD: nuestra profesión está lejos de ser perfecta, la objetividad no existe y todos los medios tienen una línea editorial que los singulariza. Quien crea que esta actividad es sólo para sostener micrófonos está muy equivocado.